Una caricia tuya bastará para sanarme
Hace apenas unos minutos comprendí lo fácil que resulta echarlo todo a perder por un mal pensamiento. Quizá sea el ciclo menstrual, que está a punto de completarse; tal vez esa melancolía que no me abandona, ni tan siquiera en los buenos momentos, ha querido hacer hoy acto de presencia; a lo mejor se trata del instinto de conservación, que a fuerza de experiencias se ha ido haciendo un hueco en los recovecos de mi (¿voluble?) personalidad.
Algo se gesta. A veces puedo escuchar el latido de su corazón, con ritmo acompasado y lento. Sano. Lleno de vida. Quizá precisamente por ser todavía un feto en proceso de formación, cualquier golpe asestado en el vientre donde crece día a día puede resultar mortal de necesidad. Una cornada en pleno pecho, como aquella de la que se cumplieron veinte años por estas fechas la anterior temporada, llevándose la vida de un joven lleno de ambiciones e ilusión. (¿Por qué lo recuerdo precisamente ahora?)
Miedo. Incredulidad. Celos. Inevitable. Demasiado humana. Demasiado impulsiva. Demasiado. Poco. Mucho. Todo. Tú.
Sin saber muy bien lo que digo, en mi habitación azul (como aquella que pintó Van Gogh), a media luz, dejándome los ojos y un pedacito de alma en el ordenador, suena una triste (no podía ser de otra forma) canción de Ismael Serrano. "Si te vas, los árboles del parque seguirán muriendo, y también mi fe. Seguiré olvidándome las llaves al salir de casa, y quizá en tu piel haya quien esconda allí su cansancio, también sus temores, o quizá sus labios".
La noche, tal vez, que me hace vomitarlo todo. Vomitarlo, esa es la palabra. Me marcho con la música a otra parte (léase cama). Mi colchón continúa estando hecho para dos. El problema es que el único en ocuparlo es un cuerpo cuyo norte apunta hacia el sur.
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