La filosofía de los cajeros
Cada día, sobre la misma hora, una joven morena se para en el escaparate de Viena Capellanes por unos segundos. Contempla con mirada de deseo lo que a través de los cristales se expone y se marcha, con las mismas prisas con las que llegó, escuchando cualquier tipo de música en sus cascos y ensimismada en sus pensamientos. Él la contempla desde la misma distancia con la que observa a las demás personas que concurren las calles del barrio de Salamanca: ejecutivos estresados, señoras de alta alcurnia con falsa pose de distinción, obreros ennegrecidos por el sol y la fatiga, niñas de colegio mariano y falda de tablas... Todos pasan a su lado, indiferentes, siguiendo su camino, pero a él poco le importa... Cada cual tiene su historia, llena de sinsabores y de alegrías. Para él todos caminan bajo la misma lluvia fría que a veces envuelve a la ciudad, o arropados por el calor que el abrasador asfalto desprende en el desierto mes de agosto. No hay distinciones sociales. Para él, ellos son como peces que nadan en un mismo mar plagado por igual de tiburones y de bancos de coral.
Hace mucho tiempo que abandonó la llanura castellana de su pueblo para instalarse en la capital, con la maleta llena de proyectos y el pecho henchido por el orgullo del que se cree ganador. Muchos golpes vendrían después, tantos como desengaños. La vida le curtió con la lección de la regla en la mano y la mirada en la pared. En Madrid no le esperaban aquellos sueños que, creyó, le pertenecían por derecho. Esta ciudad traicionera le aguardaba un destino de cajas de cartón y miseria; de días, horas, minutos ociosos... y de hambre.
Sin embargo, no guarda rencor a su suerte. Gracias a ella, piensa, se ha fundido con la ciudad hasta pasar a formar parte de ella. Su amor por esas calles solamente se puede entender desde la frontera que siempre separa al odio del más profundo de los aprecios. Ama a Madrid como sólo se puede amar a aquellas personas que causan tantas dichas como amarguras. Por esta razón, sabe, jamás podrá marcharse, ni comenzar una vida distinta, tal y como le aconsejan esos jóvenes imberbes que con falso altruismo intentan ayudarle "a pasar mejor el invierno", trasladando sus huesos (o lo que queda de ellos) a albergues infestados de crueles historias de fracaso, peores, aún, que la suya propia. Nadie jamás podra separarle ya de los sucios rincones de las calles de Madrid. ¿Qué más puede pedir? Su techo es la noche y su casa no está limitada por ningún muro. Las grandes teorías filosóficas están escritas en los huecos de los cajeros, y las mejores novelas se leen en la amalgama de rostros de los transeúntes. Con eso, le basta.
Etiquetas: Jugando a ser escritora
2 Comments:
Como ya escribi hace tiempo,Madrid es como un imán para mi,la fuerza de atraccion sigue siendo enorme pese a todo y aunke ya "nada-es-lo-que-era" tiene un huekito establecido que ningun otro lugar llenará.
Tienes el fotolog y a tus fotologueros sevillanos abandonaos,espero que al menos sigas con las buenas costumbres dulcescas de leche :P
me has impresionado, esa forma descriptiva me recuerda la de Galdós con la bilis contenida en el cielo de la boca de baroja -disculpa la asonancia-.
Me gusta.
Publicar un comentario
<< Home